miércoles, 23 de enero de 2008

MICROENSAYO: MARÍA ZAMBRANO

EN EL CENTENARIO DE MARÍA ZAMBRANO

Por: José Manuel Castro Cavero
(Publicado el día 25 de noviembre de 2004 en el suplemento CULTURAS (nº 823) de La Provincia/Diario de Las Palmas, p. 50/VI)


“Una cultura depende de la calidad de sus dioses...”
María Zambrano


María Zambrano, reposa entre un limonero y un naranjo en el cementerio de Vélez-Málaga, donde nació en 1904. La originalidad de su pensamiento gira sobre dos goznes sólidamente anclados: lo humano y lo divino. Sobre ambas categorías logró tejer una filosofía de indudable originalidad y alcance. Gozaba de una capacidad privilegiada en la que se fusionan, de una parte el conocimiento sapiencial de la tradición milenaria que nos antecedente, de otra la lucidez intelectual para identificar las luces y sombras de la vida contemporánea, y de otra el apasionamiento propio de los profetas, el no cesar nunca de ponerle nombre al futuro.

Sus ideas incitan a que la conciencia despierte al sueño de Sócrates y al sueño de Cristo, a Grecia y al cristianismo, invitación a emprender el viaje de Atenas a Jerusalén a modo de camino simbólico que el ser humano en la vida real se ve obligado a transitar para conocerse a sí mismo (sólo sé que no sé nada) y entregarse a los demás (ama al otro como a ti mismo); senda del amor y del sacrificio. En Grecia vino a nacer el amor, entró en la conciencia como un despertar. Los mitos recogen esta experiencia de nacimiento. En las cosmogonías se narra figuradamente el paso del caos al orden. Pero el cristianismo le dio centralidad, fijó su poder como una órbita; de tal modo que sólo así Teresa de Jesús puede afirmar que se puede vivir sin vivir en sí mismo después de haberse encontrado con el amado. Así vive quien se ha adentrado en la espesura del apasionamiento amoroso, un vivir dispuesto al vuelo. El amor es agente de lo divino en el hombre y la acción del amor se conoce porque desplaza el centro de gravedad del hombre, pues ser humano es estar atado a algo, fijo, y el amor consigue una desaparición de esa fuerza gravitante y traslada el centro de la misma (descentra) hacia la persona amada -(atención a este proceso que explica el nacimiento y razón de ser de las religiones)-. El amor se muestra como poder originante, que precede a la presencia del ser humano y crea un mundo en el que éste pueda morar: “En el principio era el Verbo”(Evangelio de Juan, 1,1).

María Zambrano nos pone en guardia ante la arrogancia (“cinismo e instinto vital”) del pensamiento occidental. Recobra la palabra resignación, rescatada por otro filósofo y poeta, Hölderlin (“Wo aber Gefahr ist, wächst / Das Rettende auch”) y concluye: “Y es que la vida humana, tomada tal y como se nos da, no es soledad ni es vida mías, sino vida en la que estoy con otros en una relación especial que me determina. Vida en la que estoy como hijo, como hermano, como miembro de un grupo, como amigo, y en la que tengo la posibilidad de estar como padre”; son los términos de la tragedia humana, el saberme dependiente de otro, de otros, de los que dependemos y “a los que he de acogerme”( M. Zambrano, Unamuno, Barcelona 2003, p. 85).

En esta trama o tragedia de la necesidad vital de los otros (principio de alteridad) se mueve María Zambrano, y hace escuela filosófica admirando a Unamuno, siguiendo a sus maestros Ortega y Zubiri, y al lado de sus contemporáneos Pedro Laín y Julián Marías. Si la vida se entiende de este modo, en cuanto relación determinante y determinada (trágica) con respecto a los demás, se puede descubrir todo el alcance de la idea orteguiana de “perspectiva”. Se trata de un concepto rehabilitado de sus matices relativistas a partir de la idea y el encuentro con la vida y la circunstancia. El ser definitivo del mundo es una perspectiva, es vida en circunstancia (J. Ortega y Gasset, Obras Completas, vol. I, Madrid, p. 321). De este manera Ortega se separa tanto del idealismo (no se justifica al estar el yo siempre en cierto punto de vista o situación) como del realismo (no se dirige al conocimiento), y encamina a sus discípulos hacia nuevos horizontes. Para Zubiri la referencia será la realidad (inteligencia sentiente), para Zambrano es lo sagrado (desciframiento del sentir original), el amor (razón poética), lo que antecede y otorga preexistiendo a la realidad. Los caminos del maestro y de los discípulos se entrecruzan y complementan: la perspectiva, en cuanto es mi constitución y mi lugar, pertenece a la realidad, que es la vida, como medio en que ésta se expresa; la perspectiva se manifiesta como la condición de lo real y la posibilidad de acceso a su verdad, (cf. J. Marías, Ortega: Circunstancia y vocación, Madrid 1984, pp. 371 s.).

No deja de parecerme sugerente la referencia de Ortega a la vida como libro eterno, que se lee (desvela) su verdad desde la actividad humana, la cual deriva de la cultura y ésta del concepto como mecanismo y expansión del pensamiento en la tarea de la hermenéutica vital. “Hay, pues, toda una parte de la realidad que se nos ofrece sin más esfuerzo que abrir ojos y oídos –el mundo de las puras impresiones-. Bien que le llamemos mundo patente. Pero hay un transmundo constituido por estructuras de impresiones, que si es latente con relación a aquél no es, por ello, menos real. Necesitamos, es cierto, para que este mundo superior exista ante nosotros, abrir algo más que los ojos, ejercitar actos de mayor esfuerzo, pero la medida de este esfuerzo no pone ni quita realidad a aquél. El mundo profundo es tan claro como el superficial, sólo que exige más de nosotros”(J. Ortega y Gasset, Obras Completas, vol. I, Madrid, p. 335). Para ampliar la reflexión sobre la metáfora de la vida o de la naturaleza como libro, las páginas de referencia son la obra de H. Blumenberg, La legibilidad del mundo, Barcelona 2000. El motivo de traer a colación este tema es por referencia a la teología, como hermenéutica a la que le compete, siguiendo el pensamiento zambraniano, entregarse (fe, en términos zubirianos) al arte de aprender a leer la realidad e inteligir en su estructura la misteriosidad (amor) y la presencia patente y profunda del Misterio (poder).

La historia y la salvación se formalizan como asuntos de especial importancia, humanos y divinos. Así lo sugieren nada menos que Unamuno, Zubiri y María Zambrano. La querencia unamuniana de estos términos y su relación contagió el pensar de Zambrano. También Ortega coincide en valorar la dimensión histórica, por un lado, y por otro, explícita o veladamente trata de desvelar un trágico sentimiento que busca salvación. Salvar la historia remite a proyectarse cada sujeto en la realidad, universalizarse, descubrir el yo, un yo que pide de veras ser humano y divino, carne y eternidad; una salvación que no adviene por la filosofía, ni en la razón, porque irrumpe prendida en el Amor (M. Zambrano, Unamuno, Barcelona 2003, esp. pp. 91 ss.).

Finalizo esta reflexión, a modo de ensayo deshilachado, remitiendo a la razón poéticoteológica plasmada en la obra más importante de la excepcional pensadora María Zambrano:

“Si la luz es el medio en el cual la vida y las cosas todas se hacen visibles, la pasión es la apetencia misma de alcanzar manifestación, de llegar a ser algo digno de afrontar esta luz: desde el anhelo elemental en que la más humilde vida se manifiesta, hasta la pasión que sufre el ser humano por lograr la integridad de su ser, atravesando la muerte” (Íd., El hombre y lo divino, México 1955, p. 48).
“Una cultura depende de la calidad de sus dioses, ... de la contienda posible entre el hombre, su adorador, y esa realidad; de la exigencia y de la gracia que el alma humana a través de la imagen divina se otorga a sí misma” (o.c. 21)
Me siento urgido a mirar al ser humano actual, a la calidad de los dioses de quienes depende nuestra cultura, y siento el desencanto, o mejor dicho, el nihilcinismo que nos pudre. Xavier Zubiri entendía que en Europa nos hemos hartado de los dioses, pero coincidía con María Zambrano en que necesitamos del Misterio para conocernos y desocultarnos a nosotros mismo:
“El hombre volverá a Dios no para huir de este mundo y de esta vida, de los demás y de sí mismo, sino que al revés volverá a Dios para poder sostenerse en el ser, para poder seguir en esta vida y en este mundo, para poder seguir siendo lo que inexorablemente jamás podrá dejar de tener que ser: un Yo relativamente absoluto. La función de Dios en la vida es, pues, ante todo una función que se dirige a la plenitud de la vida, y no a su indigencia. Dios no es primariamente una “ayuda” para actuar sino un “fundamento” para ser” (X. Zubiri, El hombre y Dios, Madrid 1983, p. 160 s.).

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