miércoles, 6 de febrero de 2008

MICROENSAYO: CARNAVAL

CARNAVAL I

SUEÑOS DE CARNAVAL
(Por JOSÉ MANUEL CASTRO CAVERO. Publicado en el Canarias7 el 26, domingo, de febrero de 1995)


Soñé que el carnaval era una utopía, el asomo del cambio, la subversión del orden imperante. Al despertarme descubrí que era un montaje desalmado. Quisiera repetir el dicho clásico de pan y circo, pero quiero ser respetuoso con esas dos palabras, pues el pan, aunque sobra, no llega a la boca de todos los seres humanos, y el circo se encuentra en agonía.

Los sueños, desde la antigüedad, fueron considerados como una experiencia privilegiada para abrirse camino hacia el futuro; o al ser el presente tan amenazante, la esperanza necesitaba el alimento onírico para no caer en la derrota.

En la historia ha habido personajes que han soñado grandes utopías. Desafortunadamente sólo conocemos los sueños de quienes pasaron por la vida como triunfadores, imaginándose imperios, riquezas y poderío. En la oscuridad del olvido, ese espacio que se encuentra en nuestra misma historia, pero imposible de recobrar, reposan las voces y los sueños de las víctimas que claman por la justicia.

Si se trata de poner una utopía como ejemplo, a mí me parece mucho más interesante que la escrita y literaria, la vivida por TOMÁS MORO en sus mismas carnes. Cuando se trata de sueños, me conmueve lo que soñó M. LUTHER KING poco antes de morir, viendo cómo convivían en la misma tierra los hijos de quienes antes fueron amos y esclavos.

En los sueños de M. GANDHI la India existía como una única nación, libre, en la que convivían hindúes y musulmanes. Su asesinato supuso su doloroso despertar, el lado amargo de la conciencia, el desconcierto de ver que triunfa el fracaso sobre las demás posibilidades esperadas.

Los sueños de los grandes soñadores han sido nostalgias de justicia, mirada crítica y escrutadora sobre la sociedad en la que existen, inconformismo a raudales. Han soñado sin dejar de estar despiertos, se han situado en la vida en plena acción, sin contar con el peligro que acechaba para sus vidas.

Quien sueña utopías no deja de ser consciente ni un momento, porque se nutre con la impaciencia de la esperanza; no puede aguardar ni un instante más la desigualdad que se percibe y las posibilidades de transformación. Yo sueño con el carnaval, como si fuera un sueño que trastocara nuestras mentalidades para hacer un mundo mejor. Me despierta la realidad, plagada de dolores, sintiendo que con tantas posibilidades como disponemos no es justo que permanezca la injusticia.

El carnaval puede ser un sueño y una utopía, una visión y un deseo, una espera y una ilusión. Dudo que sea revolucionario y subversivo, por lo menos con la fuerza suficiente para trastocar el orden establecido. Los carnavales que yo observo agrandan las desigualdades sociales. Y no me creo el cuento de que abaja a los poderosos y los mezcla con los débiles, o que permite a los pobres igualarse con los enriquecidos. El carnaval está en la cabeza de cada persona, en su interioridad; de ahí que cada cual lo viva en las mismas condiciones, o con el mismo talante con el que se desenvuelve día a día.

Con algunos ejemplos se podrá comprender mejor lo que afirmo. Los violadores de todo tipo aprovecharán las ocasiones que ofrecen estos días para hacer de las suyas, los amigos de lo ajeno no dejarán pasar tantas oportunidades, los alcohólicos continuarán llevando el infierno en su sangre y a sus casas, a los machistas nada les hará cambiar en estos días ni aunque se disfracen de cupletistas, la solidaridad brillará con la ausencia de costumbre, de las basuras de esta fiesta hablarán los trabajadores de la limpieza, a la vez que habrá aumentado un poco más el basurero ...

Los carnavales se festejarán en las cárceles, en los hospitales, en los asilos, en las residencias de menores abandonados, en las calles de nuestros barrios, para seguir todo de la misma manera días después. Los guardianes del carnaval le darán vida con sus máscaras y disfraces, las murgas cantando sus canciones de vida corta, las comparsas con el paso a ritmos acelerados, y a todo esto, los ayuntamientos, que se suman a su modo con los presupuestos.

La esperanza, que es lo último que nos queda, sigue existiendo durante el carnaval, y por favor, que nadie se desprenda de ella a cambio de un disfraz. En el nombre de la esperanza que transforme la humanidad, los carnavales son tiempo que pasa, un combate intrascendente.


CARNAVAL II


EL CARNAVAL
(Por JOSÉ MANUEL CASTRO CAVERO. Publicado en el Canarias7 el domingo 18 de febrero de 1996)


De todo podemos aprender. Basta que tengamos una actitud receptiva para encontrarnos con lo que acontece en nuestro entorno. De la negativa a escuchar, nos recuerdan en algún anuncio publicitario contra la droga, se derivan muchos de los problemas en las relaciones humanas. Los padres y las madres que van a lo suyo, demasiado presionados por las preocupaciones diarias, dejan de tener oídos para los hijos y escuchan con mayor atención otros problemas que no son de carne y hueso. En el escuchar, que es otra forma de aprender, nos estamos equivocando de frecuencia y esto trae consigo resultados peligrosos y nada deseables. Los hijos que no se consideran escuchados se van a ´hablar´ con otros y a otra parte, la pareja que rutiniza su vida acaba padeciendo el desamor ...A los seres humanos, está visto, nos desequilibra cuando se nos trata con la indiferencia de quien oye llover.

Y,¿porqué esta importancia del saber escuchar?. Sencillamente, porque es la razón de ser del diálogo, y sin diálogo jamás llegaremos a realizarnos como personas pues sería no saber hablar.

Metidos de lleno en el carnaval nos podemos poner a pensar en múltiples ideas, en significados atrevidos, hasta podemos prestar oídos a los carnavales.

Del carnaval que me venden al que observo hay tanta lejanía que los hace irreconocibles. Me pregunto si seré yo el problema, no siendo que mi capacidad de mirar y de oír padezca anomalías. Si es así lo tomo por una cuestión de observación desfigurada y desfiguradora, posible de ser corregida con un nuevo enfoque de estas fiestas.

Para que el carnaval sea considerado una fiesta no me sirve que lo rotulen como tal en los carteles anunciadores o que lo escriban en los programas de actos. La fiesta nunca deja mal sabor de boca, ni dolores de cabeza, ni resaca, ni peleas, ni malas caras, ni deudas, ni penas. Mi memoria de unos años a esta parte me renueva con sibilina traición que los carnavales son una imagen fija, el rostro aburrido de un muchacho esperando la guagua en el parque Santa Catalina, después de haber participado con su comparsa en la cabalgata. Su cara sin nombre no reflejaba carnaval, ni fiesta; para mí era la efigie disfrazada de la soledad.

A ese carnaval que deja alcohólicos de madrugada, suciedad y basuras a mogollón, que se queda en disfraz de frustrados, lo repudio. Eso nunca puede ser una fiesta sino pura y dura represión mental. Más aún, un carnaval que necesita tantos millones para respirar no tiene nada que ver con Don Carnal, sino con los bolsillos de quienes venden sus gracias y sus memezes mentales. A los reprimidos no los curan las mascaritas, ni el ¡todo está permitido!.

Aunque pueda parecer que no soy carnavalero, no es cierto, ni está en mi ánimo luchar a brazo partido contra las carnestolendas como algún quijote sotanesco pretendió.

El carnaval, tradición festiva milenaria, transcultural hasta la médula, encierra un mensaje que nos ayuda a vivir. Se trata de la máscara y la mascarada sin necesidad de perder la consciencia por parte de quien se transforma. Esa capacidad de transmutarse me llama la atención porque es signo de la mejor versatilidad humana. La camaleonidad del carnavalero es aprovechable para descubrir nuestra capacidad en la vida diaria de la tolerancia, de mirar el mundo y la vida desde otras ventanas, de ponerte en lugar del otro. Mutarse en enfermo, inmigrante ilegal, víctima o sufriente de cualquier dolor, a eso lo consideramos como sensibilidad. Si el cambio de la sensibilidad a flor de piel lo iniciamos superficialmente en el carnaval, puede que algo se aprenda para el resto de la vida.

Si yo abominara de los carnavales no buscaría en ellos lo que persigo; ningún enigma que no sea sensibilidad. Mantengo la esperanza canavalera de los imposibles y los busco sin vergüenza. ¿Podremos hacer de la vida un carnaval?,¿aprenderemos a poner y quitar las máscaras y disfraces que llevamos con seriedad el resto del año?.

Me he puesto a aprender del carnaval y no puedo callarme las ideas y actitudes que descubrí: el desperezamiento de la alegría, el ablandamiento de las rigideces en el trato, el levantamiento de fronteras mentales, la espontaneidad, la confianza grupal, el enorme esfuerzo que se pone en marcha para tantas actividades ...

De lo que estoy seguro es que del carnaval amañado no se aprende nada, es como un dragón que necesita, en lugar de sangre y doncellas, más presupuesto para seguir en pie. Pero de fiestas no estamos muy sobrados y lo que es peor, después de las mismas nos entra la angustia porque se nos han pasado, ¿será posible peor destino?.



CARNAVAL III

EL CARNAVAL

(Por JOSÉ MANUEL CASTRO CAVERO. Publicado en el Canarias7 el domingo 1 de marzo de 1998)


Los carnavales dan mucho juego, no cabe duda, y por los desvelos sociales que se merecen, deben de esconder cada año elixires inalcanzables para los mortales.

A raíz de la preocupación reincidente mostrada por las autoridades sanitarias, a cada carnaval estrenado no le puede faltar la recomendación sexual oportuna. Nos inundan de carteles, lo mismo aquí que en Brasil, con la misma obsesión: sólo se jode en carnaval, sólo se “pesca” el SIDA en carnaval, los condones son para el carnaval, el sexto mandamiento es el reino del carnaval, sin jodienda ¿cómo va a existir carnaval?.

Desde que las carnestolendas pasaron a ser propiedad de los ayuntamientos apenas queda algo de su originalidad. A su defunción asisten inconscientemente las respectivas concejalías y fundaciones dedicadas a organizar tales eventos.¿Por qué los carnavales sufren la penuria del cinturón de castidad a cuenta de los presupuestos municipales?; ¿no tienen cabida otros patrocinadores a fin de limpiar las fiestas de todo olor a subvención?; ¿quién necesita a quién, los carnavales a los munícipes o sucede al revés?, y, de pensar así,¿qué desajustes presentan actualmente para desear, por mi parte, su transformación?.

Yo entiendo que el carnaval es una fiesta, un juego, un tiempo de transgresión, una metafísica (sí, cambiar lúdicamente de ser), una estética, una obra teatral, todo ello imposible de atar por los cuatro costados. Si miro a mi alrededor durante estas fechas no me encuentro con nada que se parezca a lo aludido. Precisamente por esa querencia de los políticos a inmiscuirse donde nadie los llama, a pescar en aguas turbulentas, los carnavales se hallan secuestrados, reducidos a mogollones, comprados por cientos de millones y espectáculos insustanciales.

A mi juicio, no celebramos los carnavales para nosotros sino para otros. Por esta pendiente resbaladiza nuestros carnavales se empobrecen, pierden su originalidad, copian de otros lugares, se oficializan y, lo que es peor, no crean participantes sino espectadores. Se trata de otra manifestación alienante del consumo a tontas y a locas.

No voy a poner la mirada en el pasado, tratando de extraer el remedio que ayude a recuperar el carnaval, a mi entender necesario. Tampoco voy a descubrir que sus orígenes se pierden en la noche de los tiempos, ni los lugares y las formas variopintas de las expresiones. Los tiempos avanzan con una velocidad que nos aturde, por tanto, la tradición carnavalera manda ajustarse a los aires del futuro. De seguir como se acostumbra el carnaval acabará por fenecer. Será como cualquier otra fiesta, pero en nada semejante al carnaval disfrutado por los pueblos, hecho cultura y contado para la historia.


No tengo nada en contra del carnaval, todo lo contrario, descubro en su esfera la riqueza de lo humano para desarrollar a raudales, a explotar, y en cambio me disgusta lo que observo. Ni fiesta, ni diversión, ni crítica, ni nada que se le parezca. Abomino de estos carnavales confeccionados como apartamentos turísticos para atraer visitantes, vacíos de significado y saturados por el negocio; ofrecen la triste imagen de nuestra devoción al placer de la inferioridad: masoquistas acomplejados, con unos carnavales de relumbrón y mal sabor en el pensamiento.

¿Cómo sortear el atolladero?. Por fortuna me encuentro con un texto del sabio holandés, Johan HUIZINGA, donde establece relación entre el carnaval y el juego: "Ese ser otra cosa y ese misterio del juego encuentran su expresión más patente en el disfraz. La “extravagancia” del juego es aquí completa, completo su carácter “extraordinario”. El disfrazado juega a ser otro, “representa”, es otro ser. El espanto de los niños, la alegría desenfrenada, el rito sagrado y la fantasía mística se hallan inseparablemente confundidos en todo lo que lleva el nombre de máscara y disfraz".

¡Ay los niños!. Ellos sí que saben jugar y no los adultos. Ahora me doy cuenta, gracias a J. HUIZINGA, que en nuestro carnaval no vamos juntos. A los niños los mantenemos aparte, en otro carnaval, el suyo, quizá el auténtico: libre, sentido, sin intereses materiales y provechos, rodeados de misterio, creando un mundo distinto al habitual... Vivido así el carnaval es una fiesta, una celebración, y a decir de J. HUIZINGA un juego.

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