miércoles, 6 de febrero de 2008

MICROENSAYO: TELEVISIÓN

TELEVISIÓN I

LA TELEVISIÓN EN BUSCA DE LA ÉTICA (I)
(Por JOSÉ MANUEL CASTRO CAVERO. Publicado en el Canarias7 el domingo 13 de abril de 1997)

Un cuchillo en las manos no es exclusivamente un signo de violencia; también nos sirve para preparar la comida. Esto mismo, que es aplicable a cualquier invento humano, se puede extrapolar a la televisión. Ella sola es capaz de suscitar furiosas críticas o elogios enfervorizados. ¿Habrá entre nosotros, siquiera, una casa sin televisor?.¿A causa de qué, entonces, la polémica?.

Está claro que todo depende del uso que le damos a las cosas, sean objetos o ideas. Ya nos es de sobra conocido, por reiteración histórica y experiencia humana, que las intenciones son decisivas al tiempo de determinar la cualidad moral de las acciones humanas. Si con la ética se trata de separar lo bueno de lo malo, o en el orden estético lo artístico de la vulgaridad, o en el mundo de las ideas la verdad de la mentira, lo que a primera vista parece sencillo, termina por enredarse de tal manera que al día se le llama noche, y de lo evidente y manifiesto se dice que es relativo y circunstancial.

La sabiduría popular ha sabido compendiar este problema gráficamente y de manera sencilla. El ojo depende del cristal que siempre utilizamos para mirar el mundo. Este cristal desfigurante jamás desaparece de nuestra vista, porque lo llevamos instalado en nuestra manera de entendernos y explicar la realidad. Los prejuicios, la experiencia, la educación, la cultura, la tradición, hasta la nacionalidad, las hormonas y el clima, son los típicos demonios que no dejan de condicionarnos. Quien se juzgue absolutamente objetivo, impoluto, aséptico como un quirófano, no puede dar más que lástima por su pretenciosa perfección, su repugnante intolerancia: ¡carecería de humanidad y andaría sobrado de inteligencia mecánica!. La objetividad es un arte, una estrategia tejida con fibras de la pasión. No cabe otro modo de actuar sobre ella que no sea pulirla como el cristal de una lente, con las herramientas más a mano, la cultura y la educación. La objetividad es un valor humano, y como tal se consigue, aunque se puede perder de inmediato.

Leo, oigo y, además, compruebo, que la televisión se ha degradado, sin importar que sea de titularidad pública o privada. Para el 90 % de los españoles, según datos recientes del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), las televisiones emiten demasiada violencia. Este problema ha pasado a ser preocupante en todos los países de nuestro entorno. De él se han ocupado comisiones parlamentarias, se han elaborado códigos éticos, se han constituido consejos para la defensa del espectador, se han pronunciado renombrados intelectuales y líderes religiosos. Hasta ha asumido su parte de culpa el que fuera propietario de la CNN, Ted TURNER, al reconocer, en una conferencia pronunciada en Harvard el seis de junio del año pasado, que la televisión "tiene un efecto negativo en la sociedad", transforma a las personas "de activos participantes en observadores pasivos", y que "cuanta más televisión se ve al día, menos cosas se obtienen en esta vida".

A mí estos asuntos me desconciertan. Es como jugar en una mesa de billar inclinada, o ver la hora en los relojes surrealistas de Dalí. Se trata de cuestiones peliagudas, porque no sé si el mal (la sinrazón) está en el medio, o en el mensaje, en los propietarios, en los profesionales, o en los adictos que nos sentamos a tumba abierta delante del aparato. Tantos frentes abiertos a un mismo tiempo no propicia un ánalisis sereno, ni sacar conclusiones acertadas.

Parece existir un consenso tácito, en el que se incluyen los profesionales del medio y los millones de telespectadores, sobre el estado de podredumbre al que se ha llegado. Se da una sospechosa coincidencia, al señalar la retransmisión palpable de la violencia como la causa principal de los peligros audiovisuales. Por mi parte, me niego a seguirle el juego a este tipo de juicios, porque desembocan en unas conclusiones perversas; no hacen sino descargar toda la responsabilidad en los índices de audiencia. Por contra, los amos de la retransmisión, los reyes de las ondas, se esconden tras el árbol de la libertad para actuar a sus anchas.

Es fácil aceptar, que los millones de telespectadores constituimos el ingrediente básico y apetecible. Los índices de audiencia, tan celosamente medidos, atraen la demanda de publicidad, o lo que es lo mismo, el dinero para sostener la empresa. Situados en esta encrucijada podemos hacernos varias preguntas, ¿cuál es la mejor estrategia para mantener o aumentar las cuotas de audiencia?, ¿a qué diablo es preciso venderle el sentido común, para justificar cualquier basura televisada?, ¿qué le pone límites a los propietarios y profesionales de la televisión a la hora de tratar cualquier asunto?, ¿puede ser tomado como criterio decisivo el gusto de los telespectadores para elaborar la programación?, ¿la dimensión formativa y cultural de los medios de comunicación tiene alguna importancia?...

No es un descubrimiento nuevo que la ética y los negocios no forman una pareja suficientemente estable. También en los despachos y en los estudios de televisión, a la ética, le han dado acta de repudio. Para lo que nos ocupa, no veo otra salida que reivindicar tal unión inseparable. A juicio de la pensadora Adela Cortina, si la ética y los negocios van juntos, aumenta la rentabilidad. De esto yo estoy convencido, pero, ¿cómo hacérselo escuchar a quienes están detrás de esa pantalla a la que presto atención todos los días?.


TELEVISIÓN II


LA TELEVISIÓN EN BUSCA DE LA ÉTICA (II)

(Por JOSÉ MANUEL CASTRO CAVERO. Publicado en Canarias7 el domingo 20 de abril de 1997)

A la televisión le echamos más culpas de las que en realidad puede dar de sí. Y en esto podemos errar los dardos de la crítica, porque cada vez es más complicado establecer qué es el medio, qué es el mensaje y quién está detrás como mantenedor de todo el entramado.

Los datos más bien me desconciertan. Una inmensa mayoría se muestra crítica con la televisión, si bien sería más preciso decir que con algunos contenidos de sus emisiones, mientras que únicamente un 3.2 % asegura no verla nunca. En un sondeo realizado en 1995 a más de noventa mil personas, se pedía opinión sobre treinta y siete instituciones españolas. El resultado situaba a la televisión en el medio de la tabla, por encima de la Administración de Justicia, la Sanidad, el Gobierno Municipal y el Autonómico, las Cortes (Congreso y Senado), los sindicatos, los partidos políticos... ¿Tendremos que concluir, entonces, que somos unos insensatos?. ¿Cómo es que a pesar de todo seguimos consumiendo basura televisiva, y que, cuanta más bazofia nos echen, más engordan los índices de audiencia?. De ser así tendremos que revisarnos, no siendo que se nos haya corrido la carga de la inteligencia hacia el dedo índice y las nalgas; a causa de los temporales de aburrimiento cotidiano.

A estas alturas de la civilización nadie dudará ya de que éste medio que nos ocupa, encierra unos encantos muy golosos. Algo parecido a voces de sirena, difíciles de desoir, porque justifican la acción manipuladora como un bien. Se sabe de sobra, que la legitimidad del ejercicio del poder va más allá del cumplimiento de las legalidades. Por esta razón, creo que el respeto que tienen y cumplen los poderes públicos para con los medios de información, es un elemento importante a la hora de evaluar su entraña democrática.

Una clave interesante, de cara a descubrir el entramado del poder televisivo en España, por encima de las guerras de audiencias y otros pareceres, lo estamos conociendo de unos meses a esta parte. Se trata de un enfrentamiento en toda regla. De un lado el Gobierno, del otro, un grupo empresarial conocido por su gran poder mediático. Unos y otros se han enseñado los dientes, por lo mucho que pueden ganar o perder. Si a los gobiernos les cuesta abandonar determinadas áreas de control, y en el camino se encuentran con algún tipo de empresas que confunden su influencia con los negocios y las prebendas, entonces, concurren motivos para enzarzarse en una pelea de consecuencias sociales alarmantes.


En resumen, si tan importantes son los beneficios sociales, políticos y económicos emanados de la televisión, cabe afirmar, que los millones de espectadores estamos desprotegidos; solamente interesamos en cuanto devoradores de carnaza, de morbo y de anormalidad.

El panorama es preocupante. La televisión del futuro, en lo que soy capaz de imaginar, no va a ser un modelo de aplicación ética. En mi contra se ponen quienes con más poder y medios que yo, la desean como arma de poder y de negocio. Quizá me equivoque, pero tal como están las cosas, la televisión que nos aguarda está reñida con la cultura y con la promoción de la justicia. Se trata de una relación imposible de establecer, algo similar a una contradicción, por mucho que nos empeñemos en reclamar unos mínimos de dignidad televisiva.

¿Qué podemos hacer y qué nos cabe esperar? De ninguna manera pensaré como mi abuela, que sólo miraba confiadamente al televisor si aparecía el Papa; o como aquel campesino octogenario, empeñado en llamarnos ingenuos y tontos a su nieto y a mí, estudiantes universitarios, porque no nos dábamos cuenta de que el viaje a la Luna fue un montaje; o como aquel minero jubilado, que a sus nietos no les permitía encender el televisor si antes no se adecentaban, y él saludaba a cada personaje que aparecía en la pantalla como si se encontrara allí mismo.

La credibilidad de la televisión está al alcance de cualquier persona. Basta con seleccionar lo que vemos conforme a criterios de sentido común. Pero mucho me temo que unos juzgarán como inmoral tantas retransmisiones deportivas, otros la violencia, otros quieren ver teatro, a otros les aburre tanto cine y echan de menos programas de música, concursos, documentales.

Quizá sea cuestión de no entregarle todo el tiempo, nuestro tiempo que es la vida, a la televisión. Otras capacidades humanas esperan nuestra atención, conversar, leer, contemplar, trabajar, imaginar, pasear, cantar, jugar, perder conscientemente el tiempo y no hacer nada, cuidar nuestras aficiones, integrarse en grupos de voluntariado ... Se trata de elegir, y en esto, entiendo la dificultad. Ni todos tenemos los mismos recursos, ni todos contamos con el mismo temple de la voluntad.



TELEVISIÓN III


LA TELEVISIÓN EN BUSCA DE LA ÉTICA (y III)

(Por JOSÉ MANUEL CASTRO CAVERO. Publicado en el Canarias7 el domingo 27 de abril de 1997)


¿Por qué le damos tanta importancia a la televisión?.¿Qué encantos o temores despierta esta esfinge moderna para que nos preocupemos todos de ella?.

Para dar con una respuesta juiciosa, me veo obligado a salirme de mis pensamientos, a buscar contraste con los argumentos de algunos pensadores reconocidos. Una respuesta posible, siempre superable, me la sugiere una pensadora de la Ética, Adela Cortina, una ´auténtica intelectual´, en palabras de José Luis L. Aranguren. A su juicio, le corresponde a la televisión como tarea suya, lo mismo que a toda la sociedad civil, construir una sociedad justa y democrática. Los medios de comunicación cumplen este objetivo, si informan y activan actuaciones sociales y personales. Una respuesta enjundiosa, sin duda, desde la que cabe pensar y escribir apasionadamente. Se trata de un tema que nos concierne a todos, en el preciso nombre de la participación ciudadana.

A un pensador de prestigio mundial, como K. Popper, la televisión le sirvió de tema para uno de sus últimos escritos. Le dió el tituló de: "Licencia para hacer televisión".

En el texto citado plantea el deterioro televisivo y la raíz fundamental que lo alimenta. Describe la realidad del problema y se aventura en la noble, y no siempre bien vista, tarea de ofrecer soluciones: I) Para mantener la audiencia las televisiones deben producir peores programas, escandalosos y sensacionalistas. La ética brilla por su ausencia; no se proponen ejemplos ni modelos personales de una sólida calidad moral. II) Ofrecer a la gente lo que la gente quiere, es un argumento irracional. Un directivo de la televisión no puede saber lo que la gente quiere si no se le ofrecen otras alternativas. III) La democracia se fundamenta en la extensión o universalización de la cultura, en hacer crecer el nivel de educación. Cuando la televisión programa productos de bajo nivel está enseñando a la audiencia a exigir esa mediocridad, porque lo acompaña con aditivos sexuales, Sensacionalistas, violencia, acción... igual que un mal plato se adereza con mucha pimienta para disimular su mal sabor y nula calidad; se busca disfrazar el producto, aunque sea deleznable. IV) La televisión introduce violencia en las casas; ese es el mayor problema. El niño aprende, influido por la violencia que ve en las imágenes. La censura no arreglaría el problema; sí se puede confiar en el control de un Consejo creado por el Estado; su misión sería velar, para otorgar licencias, tras un examen que demuestre la responsabilidad educativa de productores, camerógrafos, técnicos..., o retirarlas, en su caso, a cualquier productor televisivo. V) Quien hace televisión debe saber que interviene en la educación de todos, fundamentalmente de niños y jóvenes.

La verdad es que son muchos los intereses en juego. La cultura no tiene por qué oponerse al ocio, ni siquiera al negocio. Pero acompasar a estos tres jinetes, azuzados por los estímulos de una competencia desbocada, es una labor compleja. Sospecho que los gestores y profesionales de los medios de comunicación me respondan quitándole hierro al problema, diciéndome que hay espacio y tiempo para cumplirlo todo. Los usuarios, radioyentes o telespectadores, saben de sobra que, en un espacio anterior se informa de catástrofes y acto seguido se emite un programa insustancial. Nos obligan a dar saltos mentales desconcertantes. Sobre todo, la radio y la televisión son el reino donde conviven los contrarios; sin mayores consecuencias. En este sentido creo que han tenido un triste protagonismo: banalizar el mal, desacralizar el misterio humano.

Si como bien dice el ensayista J. A. Marina, la decisión sobre los fines de la televisión está en las manos de los consumidores, el círculo vicioso no parece superable. No se puede echar la culpa a una emisora, prosigue el mismo autor, porque cinco millones de idiotas se enganchen a un programa basura. El hecho sólo demuestra la necedad de los cinco millones de mirones, y que la emisora correspondiente satisface sus deseos. Así es la ley del mercado. Por este motivo será necesario apelar a un Consejo de Control, que ya existe, pero carece de relevancia.

¿Qué han de primar, los índices cuantitativos de audiencia o los cualitativos? ¿Pueden los medios informar o crear opinión, es decir, invitar a comprometerse? ¿Qué es noticia, lo que deja dinero o lo que excita el morbo? entonces, ¿dejarán de considerarse noticiables los hechos que no se ´vendan´, o aquéllos que no sean rentables? ¿Dónde queda la responsabilidad y autocrítica del periodista y del empresario? ¿Qué se puede esperar de los tan socorridos ´códigos deontológicos´? ¿Qué es del Consejo Superior de los Medios de Comunicación, encargado de garantizar la calidad de los programas?.

Tal como vengo planteando esta reflexión, cabe opinar que este invento no tiene remedio, que no se puede sacar nada aprovechable de su uso y disfrute. Un razonamiento que nos prevenga del derrotismo, nos lo presenta Lolo RICO, conocedora como nadie de la televisión, a la que define como ´rara avis´ y producto cultural de nuestro siglo. Estima que es posible hacer una programación de calidad con productos recreativos. No es imposible conjugar el ocio, con la cultura y el negocio, y todo sometido al parecer de la audiencia. Si no se hace es porque no se quiere. Vamos, una cuestión más en la que se ignora la responsabilidad.

Ahora que tenemos en ciernes la nueva Radio Televisión Canaria (RTC), conviene no perder de vista sobre qué pilares se pone en marcha. La libertad y la responsabilidad van íntimamente unidas. Por eso entiendo que yo, con pulsar el boton de encendido del televisor, no soy el único y mayor responsable. También los amos del medio y del mensaje, propietarios y profesionales, tienen libertad, responsabilidad y profesionalidad. Les doy por supuesto todo eso y cuantos códigos deontológicos den por aprobados. Pero dejarme a mí todo el cargo de conciencia es un peso demasiado grande.

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